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Amalias

Decoro y grandeza en Mariana Grajales

Yolanda Díaz Martínez /  Investigadora del Instituto de Historia de Cuba Servicio Especial de la AIN

En el 115 aniversario de su muerte, honrar a Mariana Grajales es reverenciar a las madres de la patria. Nadie como ella encierra los más altos valores de la mujer cubana que supo desempeñar papeles protagónicos en la conducción de la familia, en la educación de los hijos y en la entrega a la causa de la independencia.

Sus padres, de origen dominicano, eran pardos y mulatos libres y llegaron a tierras cubanas en busca de tranquilidad y sosiego. Eran personas de trabajar duro y sabían labrar las tierras y cultivarlas, por lo que muy pronto se adaptarían a su nueva vida en Santiago de Cuba.

Todo parece indicar que poco tiempo después de su arribo a inicios del siglo XIX, les nació la niña, aunque hay quienes aseguran que esta vio la luz en Santo Domingo.

La juventud de Mariana transcurrió en las labores propias de un hogar de pardos libres: vida hogareña y ayudando en el campo a los padres. Así se fue formando su personalidad recta, de principios inflexibles, trabajadora incansable y dotada de notable inteligencia.

El entorno esclavista generó en ella la rebeldía y el amor a la libertad que transmitiría a su descendencia.

A los 23 años contrajo matrimonio con Fructuoso Regüeiferos, de cuya unión nacieron Felipe, Fermín, Manuel y Justo, a quienes tuvo que criar prácticamente sola ante la temprana muerte del esposo. A pesar de todo, supo sobreponerse con estoicismo y educarlos bajo recios principios.

De su unión posterior con Marcos Maceo, nacieron José Antonio, María Baldomera, Rafael, Miguel, Julio, Dominga, José Tomás y Marcos. Asentados en la finca del esposo compartían las tareas. Mientras los varones trabajaban en el campo, las mujeres se encargaban de las labores hogareñas.

El estallido insurreccional del 10 de octubre marcó para la prole de Mariana un gran compromiso. A esta entregó tres hijos inicialmente y el resto, de rodillas, tuvo que jurar delante de Cristo liberar la patria o morir por ella.

De esa forma todos, de una manera u otra, se vieron comprometidos en la lucha. Unos, con las armas en la mano; otros, garantizaban la retaguardia.

Ya en el campo de batalla contra el colonialismo español, Mariana resistió escasez y penuria y fue una más en el campamento: en la cocina, el hospital. Aquí recibió la noticia de la herida mortal del esposo al que cuidó con esmero y quien en su lecho de muerte expresó haber cumplido con el juramento contraído de luchar por la patria.

Se enorgulleció cuando la voz de Antonio se alzó en Baraguá y aunque es seguro que no derramó una lágrima ante el fin de la guerra, sí debió albergarla en el corazón, pues por aquella causa había visto morir al esposo, a los hijos y a muchos cubanos.

Después se traslada a Jamaica y sigue activa en el apoyo a la causa de la libertad, pese a su avanzada edad.

Cuando sus ojos se cerraron definitivamente el 27 de noviembre de 1893, había saldado el compromiso contraído con la Patria, y aún en los últimos instantes mostraba su entrega.

En Kingston terminó sus días, al decir de Martí, "rodeada de los varones que pelearon por su país, criando a sus nietos para que pelearan".

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